Era una cena de trabajo de mi esposo a la que yo había sido invitada. No conocía a nadie, sin embargo, me fue sencillo participar en la charla. La mayoría de los invitados sabía que soy profesora certificada de yoga facial. Mi esposo se había encargado astutamente de hacérselos saber a fin de que pudiera conseguir nuevos alumnos. Ante mi sorpresa, muchos tenían gran curiosidad acerca del tema y estaban ansiosos por aprender algún ejercicio rápido y efectivo que los ayudara a corregir o disminuir esas áreas de su rostro con las que estaban a disgusto.
Entre plato y plato, incentivada por parte del grupo y a riesgo de hacer el ridículo, hice Carita Golosa, una postura muy atractiva de ver ya que se trata de coordinar el movimiento de la lengua que va hacia un lado y al mismo tiempo el de los ojos que hacen el recorrido en sentido contrario. Me miraban mientras movía lentamente la lengua hacia el lado derecho y mis ojos en semicírculo hacia la izquierda y vice-versa, varias veces. Quedaron sorprendidos al verme y los más valientes comenzaron a intentarlo. De inmediato notaron el desafío y la exigente necesidad de coordinación, concentración y trabajo muscular detallado que Carita Golosa demanda.
Nos reímos mucho juntos. El tema dio para la charla y creó más ansiedad y curiosidad aún.
Yo totalmente distendida, me senti a gusto hablando de lo mio. Pero nunca me imaginé el siguiente comentario de uno de los participantes de la amena reunión, luego de que él mismo hiciera la postura:
"Es notable cómo se siente el trabajo de los músculos... Tiene sentido. A mi me sucede a menudo que al día siguiente de una cena de trabajo me duele la cara por haber tenido que estar sonriendo todo el tiempo."
Si se hubiese podido ver mi mente por dentro en ese momento con una pantalla que desplegara sus movimientos, se hubiese visto primero un marcador grueso resaltando esa frase, luego una tijera recortándola y finalmente una mano guardándola para "ver más tarde" como dice YouTube cuando te permite seleccionar algo para verlo en otro momento.
Tener que sonreir. Me impactó la frase y la franqueza del que la dijo. "¿Se estará forzando también ahora para ser agradable?" Mi mente, ni corta ni perezoza cuestionó de inmediato. Preferí dejar pasar ese pensamiento porque no me llevaría a nada positivo y no eran más que especulaciones, uno de los deportes favoritos de la mente.
Sin embargo, me quedé reflexionando. Tener que sonreir. Evidentemente, el dolor de su cara al día siguiente demostraba con claridad que se había esforzado para sonreír y agradar.
Cuántas veces sentimos dolor o cansancio por intentar agradar, por mantener una imagen, por querer sostener un clima familiar, por querer cumplir con las expectativas de otros, por mantener una relación a costa de todo. Este nivel de autoexigencia a la postre tiene sus consecuencias.
En el caso del protagonista de esta historia, se trató solamente de un dolor muscular que fácilmente se puede reducir o hacer desaparecer con unos lindos masajes o con contra posturas.
Pero ¿qué nos sucede cuando sostenemos esta actitud de esforzarnos para agradar como una forma de vivir?
Las consecuencias pueden variar de persona a persona. Por lo que prefiero aquí hablar de mi propia experiencia cuando opté por no elegir agradar. Te cuento: la primera sensación física fue una descarga de energía acumulada que liberó a mi cuerpo al instante de mucho peso. Luego un alivio generalizado me invadió muy agradablemente relajando la musculatura de mi cuerpo. Finalmente la información llegó a mi mente con una pregunta casi como un reclamo: "¿Cuánto hace que tendrías que haber dicho esto?"
Te invito a que reflexionemos
En esa necesidad de no confrontar y de agradar ¿dónde quedó el registro de las necesidades propias?
¿Dónde estuvo puesto el foco de atención?
¿Cuándo dejé de priorizar lo que era importante y necesario para mi?
¿Cómo sucedió que mi prioridad pasó a ser la aprobación y pertenencia al afuera?
Como decimos en Mindfulness, ¿dónde está tu mente ahora?
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